El Regreso de Justin
Análisis de la Obra de Gerardo Roa Ogando. Por: Domingo Sepúlveda.
El regreso de Justin, novela del escritor dominicano Gerardo Roa Ogando, se inscribe dentro del género educativo, no por su intención didáctica explícita, sino por la manera en que la educación atraviesa la conciencia del protagonista y estructura su transformación. La obra inicia con una narrativa en primera persona del singular, desplegada en los primeros siete capítulos como una prosa que roza lo poético: cada línea parece contener el ritmo de un verso, cada imagen una pulsación interior.
Justin, el personaje central, se presenta desde el inicio como un sujeto escindido, atrapado en un conflicto existencial entre el yo y la conciencia, entre el origen y el destino, entre la palabra heredada y la palabra aprendida. Esta tensión se expresa en una escritura que no narra, sino que interroga, que no describe, sino que evoca. El lector es invitado a habitar el pensamiento de Justin, a recorrer sus dudas, sus silencios, sus desplazamientos, en una atmósfera que combina introspección filosófica con resonancias líricas.
La novela no solo plantea una historia de retorno físico al pueblo natal, sino también un viaje hacia la reconstrucción del lenguaje, la memoria y la identidad. Roa Ogando convierte el proceso educativo en una experiencia estética y ética, donde el habla se transforma en símbolo de emancipación y el texto en espacio de resistencia.
El autor comienza con unas líneas que dejan en incertidumbre al lector. Son líneas poéticas, dónde lector pone todo a la incertidumbre. Primero pensé que hablaba del sentimiento de una mujer, luego concluí que hablaba de su conciencia, cuando dice: “Ella siempre me ha perseguido, desde el mismo día en que hice uso de la razón, si a lo mío pudiera llamársele de ese modo; por lo menos, la conciencia; la mía”. “Por eso te rato de usarla, con cierta calma, a mi antojo. Ella también me ha usado como mejor ha podido”
Continúa hablando del Estado de su conciencia, usando palabras con frases elegantes que entonan poesías descriptivas, refiriéndose a aquellos momentos en que recordaba, o tal vez no, más sentía lo que pensaba, eran recuerdos. Su conciencia era quien lo percibía, aquellos recuerdos, mientras él estaba “encerrado” en su propio “ostracismo”. Con una belleza literaria expresa una división y conexión entre él y la conciencia.
Rompe con una narrativa tradicional, cuando introduce palabras técnicas y mezcla una riqueza lingüística, cuando conecta la poética, el tecnicismo y el lenguaje coloquial en una idea descriptiva: “Gracias al impulsos de los aquilatados acondicionadores posmodernos de aire”, “el metro de Santo Domingo”.
Dentro de esta narrativa poética, El regreso de Justin introduce una filosofía que se articula a través del diálogo entre el yo y su conciencia. Justin no solo narra, sino que se escucha a sí mismo desde una distancia interior, como si existiera una segunda voz que lo acompaña, lo observa y lo recuerda. Esta conciencia, descrita como capaz de preservar cada sonido, cada vibración, cada percepción incluso en ausencia del sujeto, remite a una concepción fenomenológica del ser: la conciencia como archivo sensorial y afectivo, como testigo silencioso de la experiencia.
La prosa de Roa Ogando, al borde del verso, permite que esta filosofía se despliegue sin rigidez teórica. No se trata de una exposición doctrinal, sino de una vivencia filosófica encarnada en el lenguaje. Justin se convierte en sujeto de una memoria que no controla, pero que lo constituye. Esta conciencia que recuerda sin él, que le devuelve lo vivido cuando lo necesita, se asemeja a la noción de intencionalidad en Husserl[1]: la conciencia siempre está dirigida hacia algo, incluso cuando el sujeto no lo advierte.
[1] Marenghi, Claudio. El origen de la intencionalidad en Husserl y Henry. UCALP – UCA, Año VII, N.° 13, Agosto–Diciembre 2024.
En los primeros capítulos de El regreso de Justin, Gerardo Roa Ogando construye una voz que parece narrar, pero en realidad declama. Justin no cuenta una historia: la siente. Su discurso está cargado de imágenes, pausas, exclamaciones sin signos, preguntas sin respuestas, y una sintaxis que se aleja de la lógica narrativa para abrazar la cadencia poética. El lector desprevenido podría asumir que está ante una novela tradicional, pero si se detiene en el ritmo, en la estructura de las frases, en la ambigüedad del referente amoroso, descubrirá que está leyendo un poema disfrazado de prosa.
Justin habla de un amor que lo desgarra, de una ausencia que lo define, pero nunca dice “ella”. Nunca la nombra. En lugar de eso, utiliza símbolos: los pétalos de una rosa, el ruido del metro, el eco de una pregunta que no se formula. Esta omisión no es casual: es una estrategia poética que convierte a la mujer en símbolo universal del deseo, del abandono, del recuerdo. El lector proyecta, interpreta, completa. Y en ese vacío, Justin se vuelve espejo.
“¿Qué siempre me ha querido?”
“No lo sé.”
Estas líneas, sin signos de interrogación ni contexto explícito, funcionan como versos. Son pensamientos que emergen sin filtro, como lo harían en un poema interior, en un diario íntimo, en una mente que no narra, sino que rumia.
La estructura del texto permite esta ambigüedad. Los párrafos son breves, fragmentados, casi estrofas. Las imágenes tecnológicas —Facebook, Instagram, el metro— se integran como parte del paisaje emocional, no como elementos narrativos. El lenguaje poético se infiltra en lo cotidiano, y convierte lo banal en símbolo. Así, el carro de concho no es solo transporte: es tránsito emocional. La guagua no lleva cuerpos: lleva recuerdos.
Esta conversión de lo narrativo en lírico plantea una pregunta crítica:
¿Puede una novela ser leída como poema cuando su estructura emocional supera su estructura argumental?
Roa Ogando parece responder que sí. Y lo hace con elegancia, con ironía, con una sensibilidad que transforma el ruido moderno en música interior.
Asimismo, hay ecos de la filosofía de Bergson[1] en la forma en que el tiempo se experimenta: no como cronología lineal, sino como duración interior, como flujo de recuerdos que emergen desde lo profundo. Justin no recuerda por voluntad, sino porque su conciencia le ofrece lo necesario en el momento justo, como si el lenguaje fuera mediador entre el pasado y el presente, entre el cuerpo y la historia.
Esta dimensión filosófica se potencia por el ritmo poético de la prosa, que no narra hechos, sino estados del alma. Cada frase parece contener una respiración, una pausa reflexiva, una apertura hacia lo invisible. En este sentido, El regreso de Justin no solo es una novela educativa, sino también una meditación sobre el ser, el lenguaje y la memoria.
Justin había pasado diez años lejos de su pueblo natal. Ese tiempo no solo marcó una distancia geográfica, sino una transformación profunda en su identidad. Ya no era el mismo: había perdido las fuerzas, no solo físicas, sino simbólicas, aquellas que lo anclaban a su origen. Domado por la costumbre —esa rutina urbana que lima los bordes de la memoria—, Justin regresa a su tierra con un cuerpo que ya no responde igual, con una sensibilidad que ha sido reconfigurada por la ausencia.
La novela evoca con crudeza y ternura la infancia de Justin: ordeñando vacas, apareando burros, corriendo tras los puercos de la tía Bijú. Estas imágenes no son meros recuerdos costumbristas; son huellas corporales, gestos inscritos en la carne, que configuran una memoria encarnada. La experiencia rural no es solo un pasado que se recuerda, sino un modo de estar en el mundo que se resiste a desaparecer, incluso cuando el sujeto ha sido moldeado por otros lenguajes, otras normas, otras formas de habitar.
El regreso, entonces, no es una reconciliación fácil. Es un choque entre dos tiempos, dos lenguajes, dos cuerpos: el de la infancia campesina y el del adulto educado. Justin se enfrenta a la dificultad de reinsertarse en un espacio que ya no lo reconoce como suyo, y que él mismo percibe con extrañeza. La tierra natal se convierte en un espejo que devuelve una imagen distorsionada, una identidad en tránsito, marcada por la nostalgia, la culpa y la incomodidad.
Este conflicto entre el pasado rural y el presente urbano no se resuelve en la novela, sino que se problematiza. Roa Ogando no idealiza el campo ni condena la ciudad; más bien, muestra cómo el sujeto educado —Justin— queda suspendido entre dos mundos, sin pertenecer del todo a ninguno. La educación, lejos de ser una herramienta de integración, se revela como una fuerza que desarraiga, que transforma al sujeto en extranjero de su propia historia.
En El regreso de Justin, el personaje de Doña Pancha emerge como una figura ambigua: por un lado, encarna la sabiduría ancestral, la oralidad popular y la fuerza del tradicionalismo dominicano; por otro, representa el poder que se ejerce sobre la ignorancia, la manipulación simbólica y el aprovechamiento de la credulidad. Justin, al referirse a ella como “la curandera”, revela no solo su distancia crítica frente a las supersticiones del pueblo, sino también su conflicto interno entre el respeto por lo ancestral y la lucidez que le ha otorgado la educación.
Doña Pancha no cura únicamente con brebajes y remedios naturales; también ofrece soluciones políticas, comerciales y espirituales. Es una especie de bruja moderna, una empresaria del mito, que ha acumulado riqueza gracias a la fe ciega de quienes no tienen acceso al conocimiento formal. Su figura condensa una tensión central en la novela: la del saber popular frente al saber institucional, la del mito frente a la razón, la del encantamiento frente a la crítica.
El regreso de Justin se convierte también en una novela de crítica económica, articulada no desde grandes discursos, sino desde gestos cotidianos, desde la tensión entre el afecto familiar y la precariedad comercial. Bartola, nombre común en la cultura lingüística dominicana, aparece como símbolo de esa economía popular, informal, marcada por la escasez, la especulación y el ingenio para sobrevivir.
Justin, consciente de que su abuela valora el dinero por encima de todo, se enfrenta a una disyuntiva emocional y económica: no tiene suficiente para regalarle algo que represente el esfuerzo que le ha costado ganarse la vida vendiendo libros de álgebra en la Duarte Comparis. Esta referencia no es menor: vender libros de álgebra en una calle comercial es una imagen que condensa la lucha del conocimiento contra la indiferencia, del saber contra el mercado. Justin no vende ilusiones ni productos de consumo masivo; vende herramientas intelectuales en un entorno que no siempre las valora.
Ante la imposibilidad de regalarle algo costoso, decide llevarle café, porque sabe que su abuela es “loca con el café”. Pero incluso este gesto afectivo se ve atravesado por la crítica: el café, en ese tiempo, no podía consumirse sin azúcar, y el azúcar había encarecido debido al cierre de los ingenios azucareros. Justin, entonces, no solo compra café, sino que debe enfrentar el abuso comercial de tener que pagar más por un producto básico, encarecido por la desarticulación de la industria nacional.
Este episodio revela una crítica profunda a la política económica del momento: la escasez de productos esenciales, la dependencia de importaciones, la especulación comercial, y la vulnerabilidad de los sectores populares ante decisiones estructurales. Justin no lo dice con cifras ni con consignas, pero lo vive en carne propia: el gesto de llevarle café a su abuela se convierte en una metáfora del sacrificio, del desencanto, y de la distancia entre el afecto y el sistema.
La novela, desde la voz de Justin, plantea una filosofía del comercio injusto, donde el valor de las cosas no se mide por su utilidad ni por su simbolismo, sino por su precio en un mercado desregulado. Esta crítica se entrelaza con la filosofía de la ignorancia ya abordada en el análisis anterior: quienes no conocen las causas estructurales de la escasez, atribuyen el problema a la suerte, al destino, o a la voluntad divina, perpetuando así un ciclo de dependencia y desinformación.
Justin, al narrar este episodio, no solo revela su impotencia económica, sino también su lucidez crítica. Él sabe que el problema no es el café ni el azúcar, sino el sistema que convierte lo esencial en lujo, lo cotidiano en privilegio. Y en esa conciencia, la novela se convierte en un espacio de resistencia, donde el lenguaje sirve para denunciar, para recordar, y para transformar.
La primera parte de El regreso de Justin despliega una riqueza poética que convierte el viaje físico en una travesía espiritual. Desde su partida de la capital hacia Yabonito, su pueblo natal, Justin se convierte en un narrador lírico, cuyas palabras no solo describen, sino que evocan, cantan, y duelen. La prosa se transforma en verso encubierto, y el paisaje dominicano —con sus estaciones de metro, sus voces callejeras, sus memorias ciclónicas— se convierte en escenario de una introspección profunda.
Justin no viaja solo: lo acompaña su conciencia, esa voz interior que lo interroga, lo recuerda, lo confronta. El trayecto se convierte en un espacio de tensión entre el yo urbano y el yo rural, entre el saber adquirido y la memoria ancestral. El lenguaje poético que utiliza para describir su patria no es decorativo, sino revelador: cada imagen, cada metáfora, cada juego de palabras es una forma de reconciliarse —o de resistirse— a lo que ha sido y a lo que ha perdido.
El autor, Gerardo Roa Ogando, juega con elementos lingüísticos y culturales que dan encanto y profundidad a la narrativa. El Metro de Santo Domingo, por ejemplo, no es solo un medio de transporte, sino un símbolo de modernidad, de desplazamiento, de tránsito entre mundos. En la estación, un evangélico predica con fervor, condenando al infierno a los pasajeros, y la novela, con ironía y agudeza, conecta esta escena con el infierno de Dante, creando un puente entre la cultura popular dominicana y la tradición literaria universal.
Las emociones humanas se intensifican con la aparición de Maco, el chofer del autobús, cuya historia personal añade una capa de tragedia al relato. Maco no es un personaje secundario: es un testimonio viviente del trauma colectivo. Perdió a sus diez hijos y a su esposa durante el ciclón David, y carga con una herencia de dolor que viene desde su abuela, marcada por los ciclones San Zenón e Inés. Esta genealogía del sufrimiento convierte el viaje en una metáfora del duelo nacional, donde cada pasajero lleva consigo una historia de pérdida, de resistencia, de memoria.
El clímax de esta primera parte ocurre cuando el ciclón George irrumpe con furia, desestabilizando no solo el paisaje, sino la conciencia de Justin. En medio del caos, Maco intenta dominar el autobús, proteger a los pasajeros, pero sus esfuerzos fallan. Justin, golpeado por una roca, pierde el conocimiento, y con él, el hilo narrativo se suspende, como si el lenguaje mismo se quebrara ante la violencia de la naturaleza.
Este cierre no es solo físico, sino simbólico: la pérdida de conciencia representa la fractura entre el pasado y el presente, entre el saber y el sentir, entre el cuerpo y la palabra. La poesía que ha sostenido la narrativa hasta ese momento se interrumpe, dejando al lector en un estado de espera, de incertidumbre, de contemplación.
El segundo cuadro de El regreso de Justin marca un giro narrativo significativo: la voz en primera persona que dominaba la primera parte —íntima, poética, introspectiva— se transforma en una narración en tercera persona del singular. Este cambio no es meramente técnico; implica una reconfiguración del punto de vista, del tiempo narrativo y de la conciencia que organiza el relato. La historia continúa en el mismo espacio —el pueblo al que se dirigía Justin— pero en un tiempo distinto, como si la conciencia del protagonista, aún inconsciente tras el golpe, siguiera narrando desde una dimensión paralela.
La entrada de Tony Rajoña de Gomorra inaugura este nuevo cuadro con fuerza lingüística y cultural. Tony, un cibaeño residente en el sur, es un personaje peculiar: formado como docente rural, pero profundamente arraigado en el dialecto del Cibao. Su uso del habla regional no es señal de ignorancia, sino de estrategia comunicativa. Domina el registro profesional, pero elige cuándo y cómo emplear su lengua materna, según la situación y la conveniencia. Esta capacidad de alternancia lingüística lo convierte en un símbolo de resistencia cultural, de autenticidad en medio de la estandarización.
El cuadro se abre con un comentario de Tony sobre el polvo que los sureños tragan, comparándolo con el polvo del desierto. Esta imagen, cargada de ironía y crítica, da la bienvenida a los personajes que habitarán esta sección. El polvo no es solo físico; es también simbólico: representa la precariedad, el abandono, la invisibilidad de los cuerpos que habitan los márgenes. Tony, con su humor y su agudeza, introduce una crítica social desde el lenguaje popular, desde la oralidad que no necesita adornos para ser profunda.
La ambigüedad del narrador en esta parte añade una capa filosófica al análisis. No sabemos con certeza si quien narra es Justin —aún inconsciente— o una voz externa que se conecta con su conciencia. Esta incertidumbre refuerza la idea de que la conciencia puede narrar incluso en ausencia del sujeto, como se insinuaba en el primer cuadro. La novela juega con la posibilidad de que el tiempo narrativo no sea lineal, sino fragmentado, suspendido, como si la memoria y la percepción se activaran en capas simultáneas.
Este segundo cuadro, entonces, no solo amplía el universo narrativo, sino que profundiza la exploración de la identidad lingüística, la crítica social y la filosofía de la conciencia. El cambio de voz permite observar el pueblo desde otra óptica, más colectiva, más coral, donde los personajes secundarios —como Tony— adquieren protagonismo y revelan las tensiones entre lo local y lo nacional, entre el saber académico y el saber popular.
[1] Ortiz de Landázuri, Manuel C. El tiempo en Bergson. Revista Anales del Seminario de Historia de la Filosofía, vol. 40(3), 2023, pp. 551–560.
De la lírica al habla popular: sociolingüística narrativa en El regreso de Justin
A medida que avanzamos en los capítulos posteriores de El regreso de Justin, hasta aproximadamente la página 60, Gerardo Roa Ogando abandona gradualmente el tono poético inicial para sumergirse en una narrativa que retrata con precisión el habla popular dominicana, especialmente aquella del sur profundo. Este giro no representa una ruptura, sino una expansión: el lirismo se transforma en coloquialismo, y la introspección individual se convierte en retrato colectivo.
Personajes como íconos del habla popular
Figuras como Doña Pancha, Bartola, Tony Rajona, Clemencia, Lewinsky, Bill, entre otros, no son simples secundarios: son contenedores lingüísticos y culturales. Cada uno aporta un sociolecto específico, una forma de hablar que revela su origen, su clase social, su nivel educativo y su cosmovisión. El autor no los idealiza ni los caricaturiza; los deja hablar. Y en ese hablar, el lector accede a una sociología del lenguaje dominicano.
Por ejemplo:
- Doña Pancha representa la sabiduría popular, con refranes y expresiones cargadas de pragmatismo.
- Bartola encarna la oralidad rural, con giros fonéticos y sintácticos que desafían la norma académica.
- Tony Rajona, con su relato en primera persona, ofrece una visión del sur marcada por la superstición, la pobreza y la resistencia cultural.
Recursos sociolingüísticos y metasímbolos
Roa Ogando utiliza términos como “infielno”, “señol”, “maricón”, “guagua”, “carro de concho”, “bembé”, “tiguere”, “manso”, “rajao”, entre otros, que funcionan como metasímbolos: no solo nombran, sino que evocan mundos. Estos recursos no son decorativos; son estructurales. Permiten que la novela funcione como un mapa lingüístico de la República Dominicana, donde cada palabra es una coordenada cultural.
Además, el autor juega con la alternancia de registros: pasa de la poesía introspectiva a la oralidad cruda sin perder coherencia. Esta mezcla crea una textura narrativa híbrida, donde el lector transita entre el verso y el diálogo, entre la contemplación y la carcajada.
Literatura como archivo sociocultural
Lo que Roa Ogando logra en estos capítulos es más que una representación: es una documentación literaria de la diversidad lingüística dominicana. La novela se convierte en un archivo vivo, donde el habla cotidiana se dignifica, se estetiza, se convierte en arte. Y al hacerlo, el autor desafía la idea de que solo el lenguaje culto merece espacio en la literatura.
Este gesto tiene implicaciones críticas:
- Democratiza la narrativa.
- Visibiliza lo marginal.
- Invita al lector a escuchar, no solo a leer.
Excelente, Domingo. Lo que señalas sobre la inclusión de los fenómenos naturales —el ciclón San Zenón, el ciclón David y el huracán Georges— en El regreso de Justin es clave para entender cómo Gerardo Roa Ogando entrelaza memoria colectiva, trauma social y construcción literaria. Aquí tienes el análisis:
Memoria histórica y simbolismo narrativo
Gerardo Roa Ogando no menciona los ciclones San Zenón (1930), David (1979) y Georges (1998) como simples referencias históricas. En El regreso de Justin, estos fenómenos naturales se convierten en metáforas del dolor nacional, en marcas de ruptura que atraviesan generaciones y configuran el paisaje emocional de los personajes.
¿Por qué esta triada?
Cada uno de estos ciclones representa una etapa del trauma colectivo dominicano:
- San Zenón: símbolo del desastre fundacional, vinculado al inicio de la dictadura de Trujillo y la pérdida masiva de vidas. En la novela, la abuela de Justin pierde a sus diez hijos en este ciclón, lo que marca una herida ancestral.
- David: asociado al colapso urbano y rural en plena transición democrática. El chofer que transporta a Justin perdió a su familia en este evento, lo que vincula el desastre con la movilidad y la precariedad.
- Georges: el más reciente, y el que provoca el accidente que deja a Justin en coma. Este huracán activa la trama principal, funcionando como detonante narrativo y como símbolo del presente vulnerable.
Función literaria
Roa Ogando utiliza esta triada como estructura simbólica:
- Temporalidad fracturada: los recuerdos de los ciclones permiten que la novela se mueva entre pasado y presente, entre memoria y acción.
- Herencia del dolor: cada personaje lleva consigo una pérdida vinculada a estos eventos, lo que convierte el desastre natural en desastre emocional.
- Poética del colapso: el lenguaje lírico con el que se narran estos eventos transforma la tragedia en arte, dignificando el sufrimiento sin caer en el melodrama.
Relación con lo social
En el contexto dominicano, los ciclones no son solo fenómenos meteorológicos: son momentos de quiebre social, donde se revela la fragilidad de las estructuras, la desigualdad, la resiliencia popular. Roa Ogando lo sabe, y por eso los incorpora como símbolos de lo que se pierde y de lo que se reconstruye.
La novela, entonces, no solo cuenta una historia personal: retrata una nación que ha sido golpeada, pero que sigue narrándose a sí misma. Justin, en coma, recuerda. Y en ese recordar, el lector también reconstruye su país.
Excelente observación, Domingo. En El regreso de Justin, Gerardo Roa Ogando construye una estructura narrativa compleja y simbólica, donde Justin y Enrique no son exactamente el mismo personaje, pero funcionan como reflejos narrativos, casi como dos caras de una misma conciencia. El paso de uno a otro no es lineal ni explícito, sino metafórico y estructural, y está profundamente ligado al estado de coma de Justin, que actúa como un umbral entre el yo lírico y el yo social.
¿Justin y Enrique son el mismo personaje?
No en el sentido literal, pero sí en el sentido narrativo y simbólico. Justin es quien abre y cierra la novela, y su voz está cargada de introspección, lirismo, ambigüedad emocional. Enrique, en cambio, aparece en el desarrollo como un joven que ha sido marginado por su entorno por ser “afeminado”, y que emprende una búsqueda de identidad, alfabetización y pertenencia.
Lo que Roa Ogando hace es trasladar la conciencia poética de Justin al cuerpo narrativo de Enrique. Es como si, al quedar Justin en coma, su mundo interior se proyectara en la historia de Enrique, que vive lo que Justin recuerda, siente o imagina.
¿Cómo queda Justin en coma?
Justin sufre un accidente provocado por el huracán Georges, el último de la triada de desastres que mencionamos antes. Este evento lo deja en estado de coma, y es precisamente en ese estado suspendido donde la novela se despliega. El coma no es solo físico: es narrativo. Es el espacio donde la memoria, la imaginación y la crítica social se entrelazan.
El paso de un personaje a otro
Roa Ogando utiliza el coma como puente narrativo. Justin, en su inconsciencia, recuerda, imagina, reconstruye. Y en ese proceso, aparece Enrique, cuya historia se convierte en el cuerpo narrativo principal. El lector no recibe una transición explícita, sino una transposición simbólica: Justin deja de hablar en primera persona, y la narración pasa a tercera persona omnisciente, enfocada en Enrique.
Este cambio de perspectiva sugiere que:
- Justin es el narrador de Enrique, o
- Enrique es una proyección de Justin, o
- Ambos son expresiones distintas de una misma sensibilidad marginada.
¿Qué significa este paso?
Es una crítica profunda a la identidad, al prejuicio, a la forma en que construimos el “otro” desde nuestros propios miedos y estereotipos. Justin, afeminado, poético, ambiguo, queda silenciado por el accidente. Enrique, también afeminado, también juzgado, toma la voz. Es como si Roa Ogando dijera: aunque nos silencien, seguimos hablando a través de otros.
Este recurso literario permite:
- Desdoblar la subjetividad: mostrar cómo una misma sensibilidad puede habitar distintos cuerpos.
- Criticar el juicio social: evidenciar cómo la cultura encasilla a quienes no se ajustan a sus normas.
- Explorar la memoria como narrativa: el coma de Justin es el espacio donde la historia de Enrique se cuenta.
Excelente observación, Domingo. La inclusión extensa de Tony Rajona de Gomorra en El regreso de Justin no es casual ni decorativa: es una jugada narrativa y sociolingüística muy bien pensada por Gerardo Roa Ogando. Dedicarle casi dos capítulos responde a varias intenciones literarias, culturales y críticas que vale la pena desglosar.
¿Por qué Tony Rajona ocupa tanto espacio?
- Representación del habla cibaeña
Tony no es sureño, como bien señalas: es cibaeño, y su forma de hablar, sus expresiones, su ritmo narrativo, están cargados de los rasgos dialectales del Cibao. Roa Ogando lo utiliza para contrastar con el habla del sur, que ya ha sido retratada en personajes como Clemencia y Doña Pancha. Esta oposición lingüística permite al autor mostrar la diversidad sociolingüística del país, y cómo el lenguaje revela tensiones regionales, identidades y prejuicios.
- Crítica a la disputa regional
Tony llega al sur y critica abiertamente la cultura sureña, lo que activa una especie de “guerra simbólica” entre el Cibao y el Sur. Esta disputa no es solo geográfica: es ideológica y cultural. El cibaeño se presenta como más astuto, más urbano, más “sabido”, mientras que el sureño aparece como más pobre, más tradicional, más resignado. Roa Ogando no toma partido, pero expone el prejuicio mutuo, dejando que el lector lo reconozca y lo cuestione.
“Er sureño e pobre, pero, se mama su teta y no la ajena, como arguno que vienen de lejo y no se jartan la comía para depué sacano la lengua por detrás.” (pág. 33)
Este tipo de diálogo no solo retrata el habla popular, sino que visibiliza el resentimiento y la dignidad que conviven en las regiones marginadas.
- Tony como narrador homodiegético
En los capítulos que le dedica, Tony narra en primera persona, lo que le da autonomía discursiva. Ya no es un personaje observado, sino un sujeto que cuenta, que interpreta, que se posiciona. Esto le permite a Roa Ogando explorar el mundo rural desde dentro, con humor, superstición, y una visión del mundo profundamente marcada por la oralidad.
Función literaria de Tony
- Rompe con la poética inicial: Su voz es cruda, directa, coloquial. Contrasta con el lirismo de Justin y Enrique.
- Amplía el universo narrativo: Introduce nuevos escenarios, nuevas formas de pensar, nuevas tensiones.
- Humaniza lo marginal: Tony no es héroe ni villano. Es un hombre común, con sus contradicciones, sus creencias, sus errores.
El capítulo VIII no solo marca un cambio de voz y estilo, sino que introduce una estructura narrativa más coral, donde Justin, aunque ausente en cuerpo y conciencia, permanece como eje invisible. La historia se despliega en el mismo pueblo al que él se dirigía, y los personajes que emergen —Tony Rajoña, la familia Montero, Milagros, Doña Pancha— no son ajenos a su universo, sino extensiones de su memoria, de su contexto, de su conflicto.
Tony Rajoña, con su dominio estratégico del dialecto cibaeño, no es solo un personaje pintoresco: es un mediador entre mundos. Su comentario sobre el polvo sureño, que tragan como si fuera del desierto, inaugura el cuadro con una crítica encubierta a las condiciones de vida en el sur, y al abandono estructural que convierte lo cotidiano en castigo. Su vínculo con la familia Montero lo posiciona como testigo y partícipe de las dinámicas rurales, donde la educación formal convive —y a veces colisiona— con la oralidad y la tradición.
La familia Montero, encabezada por don Abdulio, representa la dignidad en la escasez. Las tres vacas flacas que apenas dan leche suficiente para comprar arroz y habichuelas negras son símbolo de una economía de subsistencia, pero también de resistencia. Abdulio, aunque “puro” en cuanto a la meretriz Milagros, es un don Juan en su trato con las damicelas, lo que revela una masculinidad ambigua, marcada por el deseo y la reputación más que por la ética.
Milagros, como figura de la prostitución rural, no aparece como objeto de juicio moral, sino como parte del tejido social. Su burdel es espacio de iniciación, de deseo, de poder femenino en los márgenes. En su presencia se condensa la tensión entre lo público y lo privado, entre lo permitido y lo oculto, entre la necesidad y el placer. Su rol en el pueblo no es periférico, sino central, y su existencia revela las contradicciones de una comunidad que convive con lo que no se nombra.
Doña Pancha, que reaparece en este cuadro como hechicera, refuerza su papel como figura de continuidad simbólica. Sus brebajes para la buena suerte, sus remedios para el cuerpo y el alma, la convierten en depositaria de saberes ancestrales, pero también en agente de poder. Su presencia en ambos cuadros —el poético y el narrativo— sugiere que la conciencia de Justin, aunque inconsciente, sigue activa, conectando los hilos invisibles de la historia.
Este cuadro, entonces, no solo cambia la forma de narrar, sino que amplía el campo de lo narrado. La prosa se vuelve más directa, más descriptiva, pero no pierde profundidad. El cambio de persona —de primera a tercera— permite observar el pueblo desde afuera, pero con la sospecha de que la conciencia de Justin sigue siendo el lente, el filtro, el eco. El lector no sabe con certeza quién narra, pero intuye que el espacio sigue siendo el mismo, y que el tiempo se ha desplazado, como si la historia continuara en otra dimensión mientras el cuerpo de Justin permanece suspendido.
Enrique y el vacá: mito, miedo y crítica a la ignorancia
Con la entrada de Enrique, hijo de Don Abdulio y Doña Clemencia, la narrativa se desplaza hacia un terreno emocional y simbólico más profundo. Enrique, joven de 15 años, apuesto y sensible, se convierte en el eje de una nueva tensión narrativa: la irrupción del vacá, figura mítica que en muchos pueblos dominicanos se asocia con el diablo encarnado en forma de animal, producto de algún pacto oscuro. Este ser, según la narración, aparece de la nada y arrasa con todo: ganado, perros, gallinas, cualquier criatura que se cruce en su camino.
Enrique es el primero en verlo, mientras sale a cazar. Su relato, cargado de miedo y asombro, describe al vacá como una bestia de rasgos demoníacos, una criatura que desafía la lógica y la experiencia de los adultos. Aunque sus padres y Tony Rajoña escuchan su testimonio, no le dan plena credibilidad. Sin embargo, Don Abdulio, con la sabiduría de quien ha vivido mucho, intuye que algo ocurrió, aunque no necesariamente lo que Enrique afirma. Esta ambigüedad entre creer y no creer, entre el mito y la realidad, es el corazón de esta sección.
La aparición del vacá no es solo un elemento fantástico: es una herramienta narrativa que permite explorar cómo la ignorancia —entendida como falta de educación formal o acceso a conocimiento crítico— convierte al miedo en certeza, y a la superstición en explicación. En contextos rurales, donde el saber se transmite oralmente y la experiencia se mezcla con la leyenda, los mitos como el vacá funcionan como mecanismos de interpretación del mundo, especialmente ante lo inexplicable o lo traumático.
La novela, al presentar esta escena desde la perspectiva de Enrique, no ridiculiza la creencia, sino que la contextualiza. El miedo del joven es real, su emoción es genuina, y su necesidad de ser escuchado revela una dimensión humana que trasciende la veracidad del relato. Lo que se critica no es la imaginación, sino la falta de herramientas para distinguir entre lo simbólico y lo literal, entre el mito y el hecho.
Este tramo de la narrativa se convierte así en una crítica sutil pero poderosa a los efectos de la desinformación, la ausencia de educación, y la dependencia de explicaciones mágicas en comunidades vulnerables. El vacá, como figura, encarna el miedo colectivo, la memoria ancestral, y la necesidad de sentido. Y Enrique, como personaje, representa la juventud atrapada entre el deseo de comprender y la imposibilidad de hacerlo con claridad.
La novela no ofrece respuestas definitivas sobre la existencia del vacá, pero sí plantea preguntas esenciales: ¿Qué ocurre cuando el conocimiento no alcanza para explicar lo vivido? ¿Cómo se construyen las verdades en ausencia de educación? ¿Qué papel juega el mito en la configuración de la identidad rural?
El vacá como mito encarnado: entre deseo, trauma y revelación
En esta parte de El regreso de Justin, el mito del vacá alcanza una dimensión más compleja: ya no es solo una figura temida por Enrique, sino una presencia que transforma la percepción, el deseo, y la lógica de los personajes. La narrativa se adentra en el terreno de lo psicológico, lo simbólico y lo colectivo, mostrando cómo una visión —real o imaginada— puede alterar el juicio, desestabilizar la razón y dar origen a una criatura mitológica compartida.
Tony, como figura del profesional escéptico, representa la racionalidad frente al mito. Su incredulidad inicial ante el relato de Enrique —atribuyéndolo al hambre, al miedo, a la alucinación— lo posiciona como defensor del conocimiento empírico. Sin embargo, la novela no lo deja en ese lugar cómodo: lo obliga a enfrentarse a la evidencia, a los cuerpos desollados, a los rastros de una violencia inexplicable. Su transformación —de escéptico a creyente— no es una rendición, sino una revelación: incluso la razón debe ceder ante lo que no puede explicar.
Enrique, por su parte, vive una experiencia que va más allá del miedo. La visión de la doncella desnuda en el río, que se convierte en espantapájaros al intentar besarla, revela cómo el mito del vacá ha contaminado su percepción, proyectando sus deseos internos sobre objetos inanimados. Esta escena, cargada de erotismo y desilusión, muestra cómo el trauma puede distorsionar la realidad, cómo el deseo reprimido puede encontrar formas fantasmales de manifestarse. El vacá, entonces, no es solo una bestia externa, sino una fuerza que invade la mente, que convierte el entorno en amenaza, que transforma el deseo en castigo.
La matanza de las vacas, descrita como antinatural, confirma que algo ha ocurrido. Molar, con su machete afilado, representa la preparación popular frente al peligro: no hay ciencia, pero hay intuición, hay defensa, hay acción. Sin embargo, ni el machete ni la valentía bastan. La escena en la finca, con los animales muertos, desollados, desmembrados, convierte el mito en evidencia. El miedo se vuelve colectivo, y el relato de Enrique deja de ser delirio para convertirse en verdad compartida.
Tony, al investigar por su cuenta, encuentra más pruebas: burros, caballos, gallinas, cerdos, perros. Ninguno fue víctima de depredadores comunes. La violencia es distinta, más brutal, más precisa. El vacá, que antes era una figura de leyenda, se convierte en el comeperros, una criatura que el pueblo nombra para poder comprender lo incomprensible. El lenguaje popular, en su creatividad, da vida a lo invisible, y la ignorancia —lejos de ser simple ausencia de saber— se revela como mecanismo de supervivencia simbólica.
Este cuadro narrativo enfatiza la tensión entre ignorancia y conocimiento. Solo Enrique vio al vacá, pero todos vieron los daños. La comunidad, ante la falta de explicación racional, recurre al mito, lo nombra, lo comparte, lo teme. La novela no condena esta reacción, sino que la expone como parte de la condición humana: cuando el saber no alcanza, el mito organiza el caos, da sentido al dolor, permite seguir adelante.
La memoria como frontera entre mito y conciencia
El segundo cuadro concluye con un gesto narrativo potente: la pérdida de memoria de Enrique, provocada por el golpe de un coco mientras dormía bajo una mata, se convierte en el espejo de la inconsciencia de Justin. Ambos personajes, en momentos distintos, son vencidos por fuerzas que exceden su voluntad: Justin por el ciclón George, Enrique por el peso simbólico del miedo y el agotamiento. Esta simetría no es casual; es una estrategia narrativa que conecta los cuadros a través de la fragilidad de la conciencia.
Enrique, enviado por su madre a buscar leña, se resiste por temor al comeperros, criatura mitológica que ha tomado forma en el imaginario colectivo tras los ataques al ganado. Su madre, en un gesto que revela las tensiones de género en contextos rurales, lo desafía con una frase que lo marca: “no se porte como afeminado”. Esta expresión, cargada de juicio y presión social, obliga a Enrique a actuar contra su voluntad, no por convicción, sino por miedo al desprecio. La masculinidad, en este contexto, se define por la capacidad de enfrentar el peligro, incluso cuando ese peligro es irracional.
La garantía de que Doña Pancha ha hecho un exorcismo para alejar a la bestia refuerza la idea de que el saber popular —aunque no científico— organiza la vida del pueblo. Enrique, atrapado entre el miedo al mito y el mandato materno, se marcha. En el camino, se distrae con el cortejo de un caballo y una yegua, escena que lo conecta nuevamente con el deseo, la naturaleza, y la pérdida de tiempo. Al regresar y no encontrar a nadie en casa, su mente se llena de preguntas: ¿el comeperros también devora personas? ¿Dónde está su familia? ¿Está solo?
Estas preguntas, nacidas del miedo y la incertidumbre, lo consumen. El cansancio físico y mental lo vencen, y al dormirse bajo una mata de coco, un fruto cae sobre su cabeza, dejándolo inconsciente. Este evento, aunque aparentemente trivial, tiene una carga simbólica profunda: el coco, fruto tropical, cotidiano, se convierte en instrumento del olvido, en umbral entre la conciencia y la oscuridad.
La narración, al cerrar este cuadro, señala que Enrique no recuerda nada, salvo las historias que le contaba Tony Rajoña cuando era niño. Esta frase es clave: la memoria individual se borra, pero la memoria oral permanece. Lo que sobrevive no es la experiencia directa, sino el relato compartido, el mito, la voz del otro. Así, el segundo cuadro concluye con una reflexión sobre la fragilidad del recuerdo, la fuerza del miedo, y el poder de la narración como forma de resistencia.
Este cierre conecta con el estado de Justin, aún inconsciente, y sugiere que la conciencia narrativa que ha guiado los cuadros podría ser una conciencia expandida, compartida, que habita en los márgenes entre el sueño y la vigilia, entre el yo y el otro, entre el saber y el mito.